
Caperuza
por Eugenia Straccali
PRÓLOGO
Caperuza
Versión lírica
Mi nombre es mío, mío, mio
y no puedo decirte quién mierda dispuso las cosas de ese modo pero puedo decirte que desde ahora resistencia
mi simple y cotidiana y nocturna autodeterminación
puede muy bien costarte la vida
(June Jordan)
- La niña entra al bosque
La poética de Ana Clara Chirdo es una versión lírica de la historia de Caperucita roja. La autora en clave feminista (este es su gesto más político) hace estallar el cuento y los imaginarios de la infancia sostenidos en las versiones familiares o escolares de ese relato; propone una variante poética y elige la transgresión discursiva de la narración cristalizada, deconstruyendo en ese movimiento las voces dominantes de la cultura sobre los niños, los adultos, la pedagogía, las instituciones y particularmente provoca una explosión de los paradigmas que determinan o definen a las mujeres como subjetividades frágiles, como cuerpos encorcetados, objetos de manipulación: “Érase una vez una niñita de extrañas costumbres. Ella lucía una hermosa capa de color… color… una hermosa capa que solía ser blanca. Como la niña la usaba muy a menudo, incluso cuando escapaba a jugar con pequeños conejos, las manchas rojas la cubrieron por completo. Todos la llamaban Caperucita Roja, y por lo bajo comentaban “la sangre no la quita ni siquiera la lejía”.
En esta lirización de la narración, es Caperuza la que recupera el pelaje de las lobas, metáfora de la vida salvaje, del fluir del deseo. El devenir animal de la niña se reconoce en el asesinato de la anciana, es una torsión cruel que desmantela los mandatos ancestrales, los protocolos generacionales, los comportamientos heredados de las abuelas dóciles, las madres vacías y las niñas a la intemperie: “la noche cae sobre el bosque / las niñas se esconden / ella no / camina sigilosa / envuelta en pieles / lame sus patas / no pretende escapar a la Muerte / su mamá no le pide que se quede / desde lejos la observa transformarse”.
La joven escritora inventa una fábula rebelde, una escritura en estado de hibris permanente que da un tono de aullido a su voz, pathos primitiva, fuerza arrasadora que provoca un temblor en nuestra experiencia de lectura. Su poesía es un cuchillo, un arma blanca, un hacha y una lengua filosa que corta la lengua materna en pedazos, descuartiza los tópicos moralizantes ya que se planta irreverente frente a Perrault y Los hermanos Green. Caperuza le corta las orejas al lobo “para que no pueda escucharla mejor”.
Rebeldía. Hibris. Contra-vención. Contra-dicción. El No se profiere en el límite. Decir No. El sujeto lírico parodizante, se burla de las normativas que nos demarcan, nos transforman sin que lo notemos en personajes de un cuento de terror para niños.
Allí donde lo íntimo de la infancia tiene para una niña su más preciado objeto de juego, su muñequita; allí donde la inocencia ha cercado un hogar que la muñequita reproduce en su casa en miniatura, sus vestiditos, los ojitos que parpadean para mirar a su madre-niña, espejo del lazo indeleble madre e hija, allí mismo la poeta ha roto el cristal con una farsa cruel donde el humor negro urge el sentimiento de lo siniestro: “ella no tiembla / acurrucada en la cavidad de un árbol muerto / mece a su muñeca de tela / ojos de botón / sonrisa de hilo / tres gotas de sangre / le canta, susurra / estaba la paloma blanca /sentada en un verde limón / con el pico cortaba la rama / con la rama cortaba la flor / apenas se la escucha / ovillada en su propio vestido / el pelo cubre su rostro mugriento / las lágrimas de barro no paran de caer / sacó la cabeza de entre las piernas / me arrojó la muñeca / y comenzó a correr”.
Caperuza es real, le habla a la niña en su regazo, es su álter ego, por eso dialogan y complotan, se protegen y desafían, reproducen como un espejo oscuro los abusos y violencias que los adultos les infligen: la madre, con su rabia filicida que desvía hacia su doble poético y su culpable abstracción en lo banal; las terribles acciones familiares donde dominan el cinismo, la locura y el crimen.
- La niña sabia
Caperuza y la niña se desdoblan una y otra vez y aquí reaparece el mito romántico del autómata, como una repetición siniestra. Los autómatas, las figuras de cera que cobran vida, las muñecas “sabias” evocarían ciertas nociones de procesos automáticos, mecánicos, que podrían ocultarse bajo el cuadro habitual de nuestra vida, lo cual obliga a pensar en lo extraño, lo inhabitual irrumpiendo en lo cotidiano. Freud apuntó que la duda sobre si algo en apariencia vivo es en verdad animado o a la inversa, si no puede tener alma cierta cosa inerte, genera el sentimiento de lo siniestro. Así, la caricatura mecánica de nuestros sentimientos y expectativas humanas que vemos en el autómata nos provoca a la vez horror y comicidad. Por eso el sujeto lírico, Caperuza, la niña, las niñas en la obra generan una fascinación que el rechazo racional apenas domina, porque los modales de la niña se mecanizan en Caperuza que hace por ella, y los modales de la madre se mecanizan en la niña cuando ésta juega a la mamá con su juguete. Esta deshumanización que los poemas quiebran del relato tradicional infantil van de las más peripecias a lo obsceno a lo pueril, de lo absurdo a lo inesperado. Por ello en este poemario lo siniestro encaja con precisión en la farsa en esta versión lírica que por momentos cursa la teatralidad, los escenarios y las puestas en escena: Corran niñas –dice Caperuza. / arrancale el corazón a esa mujer / abrile el pecho / dejá caer su sangre en el tazón / mojá tu boca con ella / echate a dormir / no lleva el pelo largo / ni vestido de trapos / tampoco es pálida como la nieve / trae una canasta / corre veloz para todos lados / no es ella la bruja del veneno / pero sí trae la manzana /corran niñas / por favor corran / sin embargo no es a quien hay que temer / dile tu nombre al espejo / sacale el corazón / alimentá a los perros / pronto serán manada / ella es tan solo una niña triste buscando amor / –¿dónde estás mamá?/ ¿quién me acecha? / ¿cómo encuentro el pasaje del árbol? / ¿cuál es el camino de regreso?– / Ella es su líder / lleva entre sus brazos / un lobezno
- La niña quita las máscaras
El significado de lo siniestro en nuestro idioma –algo ominoso, aciago, funesto, abominable– no reproduce con exactitud aquello que Freud significó en el alemán unheimlich: lo ajeno, lo aterrador por no familiar, por inhabitual, es decir lo contrario de lo heimlich: lo íntimo, lo familiar y por extensión lo que remite a la propia patria. Por ello el libro de Ana Chirdo es eminentemente siniestro en el sentido etimológico del término freudiano: porque lo familiar, la familia misma se vuelve ominosa; trasciende los roles, los vínculos, la clase social, la tipología familiar, y se transforman en máscaras fisuradas por las que de a poco se filtra lo no dicho, lo no expresado, lo reprimido.
Esta obra traza un hiato entre la represión pura de lo siniestro, la alegoría de lo monstruoso y su presentación sensible y real. Allí la poesía en contrapunto con las viñetas-astillas cifran su necesaria ambivalencia: sugieren, revelan sin dejar de esconder o escamotear algo, muestran como real algo que se revelará ficción, realizan una ficción que a la larga se sabrá ficción de segundo grado, estilización, máscara, esperpento, marioneta, autómata, fetiche, juguete.
- La niña descorre el velo
En Caperuza se da la conjugación de los opuestos: viva e inerte a un tiempo, orgánica e inorgánica, bella y siniestra, revela y devela en lo real los deseos más secretos de los adultos. La obra transforma y transfigura esos deseos semisecretos, semiprohibidos y les da una forma estética. De ahí que sea pertinente hablar de “velo” para referirse al carácter formal y aparencial de los personajes. Velo a través de cuya forma ordenada “debe resplandecer el caos”, estatuto ontológico de ese “velo” que es la belleza infantil, la pureza, la ingenuidad, las buenas intenciones. Ana presenta el momento en que se da la visión cuando se descorre el velo, muestra lo que podemos encontrar tras la cortina rasgada de la cotidianidad. Es esa convivencia y síntesis con el lado oscuro del deseo y el velo en que se teje, elabora y transforma, sin ocultarlo del todo la que permite una experiencia de empatía.
La poeta presenta, entonces, esa banalización violenta de la vida cotidiana, y de las imágenes que se ha impuesto en nuestras costumbres. Pone sabiamente en el espacio del poético lo siniestro a través de personajes que se mueven armando figuras, que oscilan entre la comicidad y un verosímil que propone el realismo costumbrista. En verdad esos personajes de familia son el revés de una «desencarnación» del mundo: en la foto familiar aparecen revelados los fantasmas verdaderos de los que posan, su doble siniestro. Por eso el sujeto lírico descubre lo que está detrás del velo ante el lector, porque la escena siempre es reveladora. Puede reconocerse en la escritura la presencia espectral de Alejandra Pizarnik leyendo El bosque de la noche de Djuna Barnes o La condesa sangrienta de Valentine Penrose. La sangre es un fluido derramado en lo intersticial de la versificación, de la palabra, de la letra.
Muchos de los rasgos de la farsa reaparecen en las viñetas, con un signo nuevo: “En los bordes del camino descansaban matorrales de pasto muerto y, de pronto, Caperucita tuvo una idea. Dejó su canasta en el suelo, metió la mano en su bolsillo, prendió un fósforo y lo dejó caer. Luego, recogió sus cosas y se fue dando saltitos al ritmo de una canción.”
El carácter de breve interludio cómico; los rasgos extravagantes y exagerados de los personajes, aunque preserven cierto grado de credibilidad; su estilo por momentos grosero, obsceno o escatológico; el carácter irracional de algunos versos; la inclusión de situaciones de engaño o confusión: todo ello aparece de un modo u otro en una farsa cuya equívoca comicidad se funda en la representación de lo siniestro. Todos aquellos rasgos cambian su signo, ya que lo que debería ser la representación de un género serio, acaso trágico, se vulgariza y alcanza otra eficacia, que decodifica situándonos en otro lugar de comprensión. Caperuza es una heroína urbana que se salva en la fronda de edificios que se incendian, provocando la revuelta. Este gesto desobediente de la autora es un modo de resistencia poética, como también lo es la pregunta retórica que deja suspendida para nosotros: ¿soy yo la asesina?
La niña le corta las orejas al lobo y escribe un libro de poemas.
