
Dos prisiones
Habitaciones, el primer disco de Yasar, es una cuerda tirante entre la indagación íntima y la experiencia intersensible, una faz que se convirtió en extrañeza en el marco de la pandemia.
Por Luciano Lahiteau
Si la disociación y la fragmentación son las marcas de la época, es de esperar que la mezcla y la síntesis sean tareas difíciles. Como siempre, la música pop ha intentado rodear el problema y tomar atajos. La superposición de elementos dispares, como la rima rapeada, los chops de voz o los beats y crescendos electrónicos se apilan en un equilibrio a menudo demasiado frágil en las canciones que intentan sonar actuales sin cortar el cable a tierra de lo común y consuetudinario, pieza básica para no lastimar el oído popular.
En Habitaciones, el disco que Yasar editó este año, ese problema es abordado y tematizado por las mismas canciones que en su superficie hablan de la aventura nocturna, de la comunión tribal entre amigos o de la alteración erótica y emotiva que es antesala del enamoramiento. Cada punto del tracklist es un intento por difuminar las separaciones entre géneros y al mismo tiempo mantenerlos reconocibles como índices, o como geolocalizadores: para Yasar, las habitaciones son escenarios donde montar el drama tragicómico del solitario que busca compañía, del bohemio irredento que busca la tibieza de la compañía doméstica.

Del dormitorio bajo la penumbra artificial de las persianas de Escarabajo (especie de adaptación libre del insecto kafkiano, al que le “arden los tajos” de la transformación cuando está solo) al subsuelo nocturno de Lengüetazo (donde la agitación electrónica suena en una adyacencia lejana, un éxtasis al que nunca se termina de llegar) la espacialidad es definitoria. En la primera, una guitarra se arrastra hasta la calle de un estribillo que se eleva apenas sobre el aire sombrío del soul apagado. Una entrada de diario de una jornada corriente de depresión sin épica. En la segunda, donde la estructura de banda se desmembra en favor de pistas y secuencias electrónicas que se concatenan y yuxtaponen, como si la canción aconteciera en medio de una discoteca, Yasar construye un reducto para el desamparo colectivo, una miniatura portable de su show en vivo. Un asalto de electro rock terrorista.
Acertijo, en cambio, es un acceso directo al transformismo emocional de la pista. El refugio es mucho más pequeño: apenas unos metros, donde se constriñen una base secuenciada en las cercanías del EDM, sobre la que Yasar dispara algunos licks de teclado y despierta al clown grotesco que se esconde en la lírica de esta loa a la amistad juvenil. En Fritanga, el mismo tema se expande. Lo que era un primer círculo de afectos de pronto toma forma social y lo que era un indicio de estilo llega a lo folklórico: la música, una mélange sintética de electrodance y cumbias, tiene lugar en un club (un “bailongo”) donde todos bailan apretados y la precariedad es paisaje y horizonte. Un costumbrismo delirante y suburbano con una mueca de humorismo algo desacoplado a su tiempo.

El personaje de sí mismo que Yasar delinea a lo largo de Habitaciones tiene una estela cambiante. Las canciones del compositor y cantante Lucas Yasar, en torno a los cuales se despliega el trabajo de la banda, no están normadas por la simetría o la coherencia. A menudo son derivas, o quebraduras, las que definen su forma. La labor de producción artística de César Altamirano y Federico del Río, guitarrista y tecladista respectivamente, debe estar atenta y responder a las fluctuaciones y a la velocidad. Así, la dinámica del grupo (que completan Juana Olmo, Nehuén Diaz y Morena Pantucci) es oscilante: aparece y se esconde, se licúa y recobra cuerpo en la medida de que las emociones de la voz líder lo sugieran.
En Dron, una canción que combina una estrofa inicial en la línea del house seco de Peces Raros con un estribillo dance que se propaga y esparce por el resto del track, su figura salta el laberinto del yo hacia adelante, una fuga de la individualidad que está en la raíz de la música electrónica. El infinito de ese firmamento se revela como cielo raso pintado en Pancitos, la canción que sintetiza la ambivalencia y la inestabilidad de la voz del disco. Un tema que comienza con el llamado de una sirena que pronto se apaga y reduce el universo de la noche a una obsesión personal y concreta, un nudo de inseguridades, súplicas y hambre de goce que tal vez pueda saciarse con un souvenir de madrugada, una hondura más en la cama. Pero en Habitación, el lúgubre puente de control donde se guarda la caja negra del disco, Yasar se encuentra con ese individuo desdoblado y advierte que todavía tiene ilusiones y sueños perdidos. La voz filtrada y duplicada aparece entre circuitos de programaciones que se encienden y se apagan en un entorno vacío y submarino. Hasta que una melodía redentora emerge y la canción crece en sincronía perfecta: mientras el pulso rítmico de las máquinas se vivifica, la letra se erige como el capítulo menos escapista y más maduro del álbum, un reencuentro de Yasar consigo mismo después del viaje agitado por habitaciones extrañas.