
La poesía es una aventura en el corazón del lenguaje
Diálogo con Paulina Vinderman
sobre su último libro de poesía,
Puerto Ausencia (Alción, 2022)
Por Lidia Rocha
“La poesía es una metafísica del instante”, dice Raúl Gustavo Aguirre. En la poesía de Paulina Vinderman se hace presente un deseo de desentrañar, de mirar por detrás de las máscaras del mundo, de cruzar las fronteras entre ilusión y realidad. Una voluntad de iluminar rincones del mundo y del pensamiento y de viajar hacia lo desconocido: lo que aún no se ha visto, ni pensado, ni imaginado. Puerto ausencia es un ars poética, pero también, una concepción acerca del arte en general, de su tarea en este mundo.
Lo primero que quería preguntarte, Paulina, son datos de contexto, esto es, cuándo escribiste Puerto ausencia, cuándo fue publicado, por qué editorial, por qué no lo has presentado con un evento y si pensás hacerlo.
Puerto Ausencia fue escrito en 2020 y publicado por Alción en 2022. El editor, Juan Maldonado, quería presentarlo junto a Obra reunida, cuya presentación debió cancelarse por la pandemia. El aumento de casos de Covid más mi salud deteriorada nos hicieron retroceder.
La palabra “puerto”, la primera que leemos pues es el título del libro, nos lleva de inmediato a un lugar de llegada o partida. Podríamos entonces pensar que un viaje nos espera. De algún modo, todo libro es también un viaje. Quizás por eso en este libro reclames: “Quiero otro puerto, vida, / un puerto pequeño y un/ transbordador”. Sabemos que los viajes han sido formadores en tu vida personal y grandes inspiradores de tu poesía.
Al margen de mis viajes aventureros, en mi escritura siempre hice hincapié en la poesía como viaje: desde lo conocido hacia lo desconocido. Los puertos, los muelles, son fronteras, lugares de llegadas y partidas, donde la vida se carga de sentido y se llena de preguntas. Y eso es la poesía, ¿verdad? Por otra parte, se ve mejor desde los bordes, que desde el centro. La toma de distancia es necesaria; la lejanía es lo que nos permite atrapar la cercanía.
Estamos, pues, en ese puerto, pero ¿a dónde vamos? Lo pregunto porque la palabra “puerto” en el título mismo del libro, se nombra ligada a un término abstracto, “ausencia”, lo cual sería, casi, un oxímoron, porque el puerto es un lugar que se abre a o se aleja de algo lleno; en cambio la ausencia, nos trae lo vacío. Decís: “Escribir, escribir hoy/ para la ausencia, / para un tiempo sin alba verdadera, esa que nos empuja a la vida”. ¿Por qué escribir para la ausencia? ¿Por qué recalar en ese puerto desolado?
La palabra ausencia es casi emblemática en territorios poéticos. Porque la poesía es una búsqueda infatigable de lo perdido. Sólo el lenguaje puede restituirlo, aunque transformado. La poesía crea otra memoria que se une después al sueño de la escritura.
Parafraseando a John Berger, el poema verdadero toca una ausencia de la que, de no ser por él, no seríamos conscientes. El viaje, entonces es leer los poemas. En esa búsqueda que mencioné, el poema deja las huellas del misterio que somos. Se escribe en soledad, pero, se sabe, el poema es un diálogo, a veces, como dice Paul Celan, un diálogo desesperado. Alcanza su plenitud cuando un lector se hermana o se siente tocado por las palabras escritas.
Este viaje es también una forma de alcanzar una sabiduría más profunda que el saber filosófico: “Pero en el centro de mi pedido/ la orfandad me prometió el viaje que/ el conocimiento jamás puede dar.” El viaje desde la orfandad, desde el despojamiento. ¿Es así es como los poetas se hacen viajeros?
Sí, la poesía cava en lo profundo; trata de ver en la oscuridad; es una linternita que intenta visualizar los rincones oscuros de la existencia y del mundo. Tanto la orfandad como la melancolía son atributos de la pérdida, tal vez por esa razón siempre están allí, en el nacimiento del poema. Pero el verdadero artífice es el lenguaje, la voz del lenguaje.
Brodsky dice que el poeta es un ser que ha sido marcado por el lenguaje, generalmente en la infancia. La poesía es una aventura en el corazón del lenguaje, la sangre del idioma. Él nos lleva de la mano o la nariz hacia el poema, ese relámpago de percepción.
Estamos al acecho hasta que irrumpe y nada podemos planear cuando lo hace. Raúl Gustavo Aguirre dijo una vez: “yo no me siento a escribir poesía; es ella la que me sienta a mí”.
El viaje que propone es solitario, íntimo, personal, dice: “La estrella que elegí ayer/vive en otro tiempo/ pero es huérfana como yo, / no pertenece a una constelación”.
Se escribe en soledad, pero se sabe que el poema es un diálogo, a veces un diálogo desesperado, dice Paul Celan.
Hablando de ese diálogo, uno se siente parte, a veces, de una constelación de poetas que le son próximos, a veces por afinidad, a veces por cercanía física. ¿Te sucede? ¿Cuáles son los poetas que considerás más cercanos (porque los has conocido, porque dialogás con ellos o porque te interpelan)?
Edité mi primer libro en 1978, en plena dictadura; como digo siempre, los poemas salieron de la oscuridad de un cajón del escritorio a una oscuridad más feroz. Conocer a mis compañeros de aventura fue muy reparador: hablar de nuestros duelos, dolores, anhelos y proyectos en el contexto de algo mucho más grande que nosotros mismos. Hubo grupos y revistas literarias; siempre fui independiente, pero me acerqué y colaboré con ellas. Los años 70-80 tuvieron un suceso maravilloso: la irrupción de poesía escrita por mujeres. Fue de gran riqueza y número y llenó de asombro feliz a la poesía argentina.
Tuve amigos-maestros. Busqué a mis referentes, Edgar Bayley y Raúl Gustavo Aguirre, esos talentosos hacedores de Poesía Buenos Aires. Me recibieron con una generosidad y alegría, conmovedoras. Después fue Antonio Requeni, que escribió una reseña hermosa en La Prensa, y Joaquín Giannuzzi, que se convirtió en un padre.
Has definido a la poesía como “una vasija llena de memoria”. Los poemas logran hacer presente el pasado en el fluir de la experiencia: “La memoria tiene el valor/ de decir lo que no se puede sin/ ingenuidad y convertir este presente/ en un pasado visible”. La memoria trata de aproximarse al recuerdo, aunque es tan inevitable que mezcle con él la fantasía como difícil lograr que no se vuelva argumento, y deje espacio para la incertidumbre por donde respira el poema.
Sí, la memoria es una virtud fundamental de la poesía, su capacidad de memoria. Aun cuando sabemos que la memoria es una tijerita afilada que corta como quiere. Aún entonces. Porque el olvido es para mí, una verdadera traición. Pero dije anteriormente que la poesía construye otra memoria, junto al sueño de la escritura y junto a la tan valiosa imaginación. Y se acerca más a la verdad con su percepción.
El poema le pide a la luz que nos consuele de la memoria de lo desolado: “La luz consuela a la memoria concentrada en los muelles/ de la desolación”. La memoria trae la luz en sí, tiene la capacidad de encandilar: “Mi vieja ventana hacia la noche / saluda a la memoria, ella espía/ para entrar cuando le dé permiso. / Una memoria nada exacta y lenta, pero que encandile. / Que otorgue su sed a mi abandono”. La luz se parece mucho al lenguaje, no al lenguaje referencial de los signos sino al lenguaje poético, el que nos permite ver: “Y vi, al fin, la riqueza del mundo/ en la pobrísima ceniza del poema”. La escritura arroja una luz como llegada de otro mundo.
La luz, paciente y bella, siempre nos interpela; oculta algo y queremos ver más y en sus reflejos solemos vernos a nosotros mismos.
El poema es un fanal que ilumina los lugares oscuros de la existencia y del mundo porque saca al lenguaje de sus lugares habituales, nos deshabita y habita al mismo tiempo. El lenguaje es la luz que nos guía, la estrella que debemos seguir porque es lo que nos hace humanos; es el único lugar no hostil al ser humano.
Quiero citar una frase muy hermosa de Georges Braque: “La realidad sólo se revela iluminada por el rayo poético. Todo es sueño a nuestro alrededor”.
Los poemas buscan la vida y la memoria es vida, se oponen a la muerte y al olvido, que en algún punto se parecen. La memoria y la muerte, así como la memoria y la vida gravitan una alrededor de la otra, unidas sin reconciliación: “Si la belleza no tuviera tanta sangre detrás, / la compraría el olvido”, dice Gelman. / La compra de todos modos Juan, la compra con toda su sangre/ que baña la Historia desde siempre. /No, no, Celan, el olvido es una muerte/ con cara de póker, el olvido es/ un maestro alemán”. Esa orbitación mutua, muerte y vida, la furia que transita los poemas es una potencia vital, decís: “Otra vez quiere hablar por mí/ la furia secreta. / Ella sabe atarme a la vida”. Entonces la muerte puede irse “detrás de otra melodía”. Nuevamente habría aquí un viaje y la muerte no se ha ido del todo: “Es un nuevo viaje, un nuevo amanecer/. Vida lo transita como un experto peregrino. /Muerte ni se asoma, aunque trenza/ la melancolía sin que se sepa”.
Comienzo citando un fragmento de un poema de John Berger, muy iluminador:
“Escribiendo
acurrucados junto a la muerte
somos sus secretarios.
Leyendo a la luz de la vida
completamos su libro mayor.”
Vida y muerte entrelazadas, entretejidas; unidas como gemelas del tiempo, pero nunca reconciliadas.
El poema es una verdadera oración al lenguaje en la cual el poeta se ubica en un lugar fuera del alcance del tiempo.
En ese sentido la poesía es una lucha contra la muerte, no sólo por su presencia afirmativa en sí, sino porque abraza pasado, presente y futuro en un único nido.
Sabemos que el poema no puede reparar ninguna pérdida, pero desafía al espacio de separación.
La muerte dibuja en los papeles un mapa oscuro, laberíntico, que hemos llenado de mitos. Está allí para decirnos que la vida (el sonido, el olor, el color de la vida) es intensamente preciada y preciosa justamente por su vulnerabilidad, su fragilidad.
W. B. Yeats escribió: “El hombre ama aquello que se va. ¿Qué más puede decirse?”
Sólo agrego que, en lo personal, siempre pregunto cuando acabo un poema (al igual que la genial Emily Dickinson): ¿Respira? ¿Está vivo?
Los animales son siempre compañeros en tu poesía: “los animales/ del sueño que comen de mí. / Me abrazan con su pelaje sucio/y me ayudan a recoger las flores/del desamparo.” Para simbolizar esa potencia de vida que podría condensarse en la palabra “furia”, está el lobo. Decís: “¿Aprendí de los lobos a cazar palabras? / ¿Por eso los busco en mis plegarias? / Me contagiaron lo salvaje, / la garganta cruel del poema”. Y también el búho, al que la tradición asigna la tarea de simbolizar la sabiduría, y a quien le has dedicado todo un libro. Interviene para decir ese saber y para practicar el arte de la pregunta pertinente: “Ese pájaro en mi balcón/ es un milagro. / Desaparece detrás de la aralia/ y la palabra vida se ríe de mi euforia. / Tiendo la mano como ofrenda/ y la creen mendiga. / No hay nada más, me decía el búho, / esa resistencia es siempre incomprendida/ y no es consuelo”. En otro poema: “El poema es otra vez una isla/ donde quedarme dormida y comprender. / ¿Y la belleza?, preguntarás, búho. / La belleza es el viento sobre las runas/ intentando leerlas. / Es un nuevo viaje, un nuevo amanecer”. Y al búho le hacés las preguntas: “Amar más allá del miedo. / ¿Eso hice, búho?”
Tengo un profundo amor por los animales desde siempre; esos compañeros de nuestra Tierra a los que no tratamos demasiado bien.
Son seres magníficos; aún los más aptos son incapaces de usar su inteligencia hacia la crueldad como nosotros; matan por hambre o defensa, jamás torturan.
Además, me atraen de un modo que jamás logré explicar del todo.
Tomé el búho como interlocutor, amigo y confidente en mi libro Cartas del búho, incluido en la Obra reunida como libro inédito y después vi, asombrada, que no dejaba de escribirle.
El corazón diminuto del búho es un lugar. Es que tu poesía practica el arte de lo pequeño: una caja de cartón, una cerradura, unas tazas, una manzana. Los pequeños seres que nos arraigan al mundo y no nos dejan perder en las abstracciones de la metafísica. El concepto se hace imagen, esto es, poesía. Quizás es el movimiento que complemente a otro, aquel en el que las palabras se vuelven objetos.
Sí, la poesía hace metafísica, especulación filosófica a partir de los objetos y la naturaleza en general. “Al fin de cuentas, un objeto hace del infinito algo privado”, (Brodsky dixit).
Hermosas tus citas, Paulina. En Puerto Ausencia dialogás, con Enrique Molina, que nos advierte desde el acápite: “Nunca tendremos casa, ni paciencia, ni olvido”, con Juan Gelman, con John Banville o con Wallace Stevens. El diálogo se hace explícito, la fuente se cita respetuosamente. ¿Cómo te llega esa polifonía que incluís con nombre y apellido en los poemas?
El poema reúne todo: lo vivido, lo soñado, lo ignorado, lo leído.
Los poetas que se inmiscuyen en mis poemas lo hacen porque están en mi mente y mi corazón y no piden permiso. Eso sí: soy muy respetuosa; cito siempre las fuentes.
En la poesía hay “personajes” que regresan, como la epigrafista, a quien le has dedicado un libro entero. El poeta trata de arrojar luz sobre el mundo, como las epigrafistas descifraban en las piedras textos antiguos de civilizaciones que quizás ya no existen: “La epigrafista intenta traducir su lengua/ con mirada de pájaro. / Hay un fuego en el claro. / Allí debo llegar: el lugar sin disfraz/ de la manada”.
Es verdad, Lidia, y me encanta que regresen; es como encontrar en la calle a un viejo conocido y abrazarlo.
En este caso fue por su oficio; una epigrafista es una arqueóloga especializada en descifrar antiguos idiomas.
Siempre hay personajes en mis poemas: carteros, vendedores, pescadores, sus mujeres, animales… Siempre “el otro”.
Además, está el lenguaje como un personaje, casi una deidad (risas), porque la conciencia de la escritura está muy presente.
Y por último ¿hay algo que quieras agregar a este diálogo sobre “Puerto ausencia”?
Sólo mi enorme agradecimiento por tu lectura profunda y tu “abrazo” a mi poesía.

Poemas de “Puerto ausencia”
3
¿Aprendí de los lobos a cazar palabras?
¿Por eso los busco en mis plegarias?
Me contagiaron lo salvaje,
la garganta cruel del poema.
Mi edad me acerca más y más
al bosque por la noche.
Huelo el bosque,
dulce olor de madera y hojas frías.
Mientras la luna escribe en el cielo,
La epigrafista intenta traducir su lengua
con mirada de pájaro.
Hay un fuego en el claro.
Allí debo llegar: el lugar sin disfraz
de la manada.
Donde la noche parece día,
donde la tinta se seca
y casi se puede tocar el infinito.
4
¿Qué vuela ahora en el jardín que no tuve?
Ese lugar donde escribo.
Vuela un viento blanco
contra un cielo enfermo de transparencia.
El jardín está en ruinas,
hay una estatua rota, que por eso
es más bella, y un grupo de cactus
entre los escombros.
El lenguaje absorbe la luna
de las piedras
y habla por fin de lo improbable.
El poema se parece a un guerrero
encendiendo la espada
para sobrevivir.
6
Yo quería un altillo, una manzana
y mi frasco de tinta para mi pluma.
La palabra mundo no era el mundo
en la noche de los ojos
y la lluvia hacía crecer el trigo
de mi corazón.
Pero en el centro de mi pedido
la orfandad me prometió el viaje que
el conocimiento jamás puede dar.
Un desierto sin nombre,
el camello al final de la calle,
la levedad del zurcido del tiempo
ante el dolor.
Las casas del dolor
están hechas de música.
*
7
Escribir es una flor sin pétalos
que huele a flor
y es decirle al lenguaje
lo que no puede cantar.
El sueño neblinoso
que no debe ser jamás olvido.
Ese pájaro en mi balcón
es un milagro.
Desaparece detrás de la aralia
y la palabra vida se ríe de mi euforia.
Tiendo la mano como ofrenda
y la creen mendiga.
No hay nada más, me decía el búho,
esa resistencia es siempre incomprendida
y no es consuelo.
La tarde se va y la noche
llega como una confabulación
iluminada.
*
8
La estrella que elegí ayer
vive en otro tiempo
pero es huérfana como yo,
no pertenece a una constelación.
La luz es fría y punza la herida
que se agranda cada vez con la
miseria del mundo.
El calor que me da es una estrofa
que se funde a la pena
porque la vida sigue.
El tiempo cierra la puerta
Y deja paso a la respiración,
al esplendor de la ausencia,
otra vez y siempre la ausencia.
*
9
No, claro que no.
Yo también quería el bosque
y el lobo amigo que sería mi orgullo,
un amuleto para siempre
aunque no volviera a verlo.
Quería la crueldad fuera del mundo
como un paria.
La memoria tiene el valor
de decir lo que no se puede sin
ingenuidad y convertir este presente
en un pasado visible.
Los cristalitos del amanecer
enfrentan la tristeza de la espera.
El asombro, la luna, el alma, son
palabras que puedo otra vez sacar a relucir.
*
11
Los días se apilan
como papeles sin corregir,
como civilizaciones olvidadas.
El cielo es blanco, la ciudad
tiembla ante la desdicha,
difícil de quitar como una herrumbre.
La luz consuela a la memoria
concentrada en los muelles
de la desolación.
Es difícil resistirse a la amable
invitación de la noche.
La oscuridad puede celebrar
las marcas del tiempo.
Puede ser una patria, una respuesta.
Un regalo, aunque incomprensible
como el fondo de un poema.
Y esta civilización puede ser la olvidada.
*
12
“Si la belleza no tuviera tanta sangre detrás,
la compraría el olvido”, dice Gelman.
La compra de todos modos Juan,
la compra con toda su sangre
que baña la Historia desde siempre.
No, no, Celan, el olvido es una muerte
con cara de póker, el olvido es
un maestro alemán.
“Noticias del mar púrpura”, dice
la tarjeta postal.
¿Y el mar púrpura qué tiene que ver
con la Historia?
Es lo que mi cárcel lírica ve, la obsesión
por el color.
Un mar púrpura sobre los muertos,
las medallas, los huesos, el oso sucio
de Yasmina, el olivo arrancado.
Y si el mar no, una sola flor púrpura
abriéndose frágil a la noche, al dolor,
a la necesidad.
*
13
Escribo en mi libro de sombra
y toco el aire como si fuera música.
Pienso el mundo y pongo mi deseo
dentro de la letra o.
Mi extraña relación con él
no excluye jamás el amor
(el que resguardo, el que me queda).
Escribo en mi libro de sombra
antes de la noche.
Sé que la oscuridad sabe más del sol
que cualquiera de nosotros.
En otra o se agazapa la pequeña muerte,
La loca de la vida.
*
17
Estuve allí una vez,
en el espacio que debía ser para mí.
Toda mi vida me fui de mis lugares,
no sé cómo contarlo en el papel.
Amo la noche porque puedo viajar
con mi aliento entre las manos,
un aliento igual al de los animales
del sueño que comen de mí.
Me abrazan con su pelaje sucio
y me ayudan a recoger las flores
del desamparo.
*
18
Otra vez quiere hablar por mí
la furia secreta.
Ella sabe atarme a la vida
sin que mi necesidad de consuelo
grite como una noche de tambores.
Tomé una vez el agua envenenada
pero la muerte se fue detrás de otra
melodía.
Me fue concedido un silencio preciado,
lleno de preguntas,
guardo palabras como talismanes.
No hay arte sin secretos.
No hay arte sin fuga.
*
22
Escribir, escribir hoy
para la ausencia,
para un tiempo sin alba verdadera,
esa que nos empuja a la vida.
Quiero otro puerto, vida,
un puerto pequeño y un
transbordador.
Quiero la piedad de las nubes
sobre la barcaza
y un hocico contra mi pierna
que cure mi lastimadura.
Escribir, escribir hoy
con la luz sobre mi taza
que crea un milagro diminuto.
Escribir como un pintor
en un lienzo enorme contra la silla
apoyada en la pared.
*
23
En esta habitación el miedo
se transforma en amor y el amor
en miedo.
(El dolor del pensamiento es
el peor dolor.)
El calor de la vida se achica
ante el calor de la lámpara
sobre mi cuaderno.
Mi vieja ventana hacia la noche
saluda a la memoria, ella espía
para entrar cuando le dé permiso.
Una memoria nada exacta y lenta,
pero que encandile.
Que otorgue su sed a mi abandono.
*
26
El fueguito del poema
dejó una ceniza dormida
como un desvelo incierto,
un mundo destinado a la euforia
de mi silencio.
Hay un barco allí, que navegó,
y una flor sin nombre deshojada
y lujosa, un río sagrado para el mirto
del bosque.
El tiempo me esperó, la luz me esperó,
esperaron el fin de mi ignorancia.
Y vi, al fin, la riqueza del mundo
en la pobrísima ceniza del poema.
*
29
La espera construyó empalizadas
para cuidar las runas
de un idioma olvidado.
Mi desvelo es viejo como mis cicatrices,
como mi orfandad.
El poema es otra vez una isla
donde quedarme dormida y comprender.
¿Y la belleza?, preguntarás, búho.
La belleza es el viento sobre las runas
intentando leerlas.
Es un nuevo viaje, un nuevo amanecer.
Vida lo transita como un experto peregrino.
Muerte ni se asoma aunque trenza
la melancolía sin que se sepa.
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Lidia Rocha es profesora de lengua y literatura, diplomada en ciencias del lenguaje por el Instituto Joaquín V. González. Se dedica a la docencia, a la escritura y a la difusión de poesía a través del programa de radio Moebius y el ciclo de poesía Literatura Viva, en pausa actualmente. También colabora en el suplemento literario Fractura de la Agencia Paco Urondo y es miembro de Metafórica Revista. Fue gestora del taller literario El tren de la palabra y de los encuentros prepandémicos de poesía de San Pedro. Colaboró con Inés Manzano en la realización del ciclo Interiores. Escribe ensayo, narrativa y poesía. Publicó, hasta la fecha, los libros de poesía: Aves migratorias, Ediciones del tren, 2006; Roma, La Mariposa y La Iguana, 2010; Así la vida de nuestra primavera, La Mariposa y La Iguana, 2016; Soltar la casa, La Mariposa y la Iguana, 2020.